Nota de la autora

Hace unos días, pregunté en mi canal de instagram qué tipo de contenido querían ver mis lectores en mis redes. Me gusta mucho la idea de compartir cosas sobre mi día a día, mis procesos y mis destrozos. Pero, siendo honesta, mi energía para hacer dichas cosas es poca. O más bien, quiero creer que me estoy recuperando de una resaca/trauma, y por eso, me cuesta encontrar la paciencia o la concentración para hacer posts más o menos decentes.

Pero debo admitir que compartirles esto me entusiasma. Ésta es la nota de autora original que pensaba poner en Luna de Hueso. Al final, decidí dejar la corta, la que vengo usando desde el inicio de la saga. Pero al reencontrarme con este borrador, quise sacarlo del tintero. Decidí no elaborar más de lo que ya tenía (ni incluir la nota final, que tampoco llegó al libro final), pero espero pueda dar una ínfima perspectiva sobre el trasfondo no sólo del tercer volumen, sino de la Nación de las Bestias en general.

«Cuando comencé a escribir esta saga desde el principio tenía definidos los tipos de magia que quería representar en cada libro. Vudú para el primero, alquimia para el segundo y, para este tercer volumen, brujería.

Como era de esperarse, en cuanto a llegué a la construcción de esta historia y el momento de plantear el sistema de magia de este libro, comprendí que no podía simplemente llamarlo “brujería”. Para empezar, la brujería es un concepto tan grande, y tal vez, tan falso, que puede abarcar muchos sistemas de magia dentro de sí —incluyendo al propio vudú—, por lo que es imposible englobarla como un sistema único. En un principio, estuve pensando en enfocarme en aquello que popularmente se conoce como magia “pagana”, pero, ¿de dónde venían esas tradiciones que hoy en día conocemos como “magia pagana“? Tal vez, la brujería como tal ni siquiera existió.

Folclor inglés, nórdico, irlandés, siberiano, magia ceremonial egipcia, maleficio griego, caza de brujas romana y medieval… al remitirme a la concepción de esta magia como tal y descubrir que el término pagano generalizaba a cualquier grupo de creencias fundamentadas fuera del cristianismo —aún cuando el cristianismo había creado su propio sistema de magia inspirándose en todas estas tradiciones—, estuve de vuelta en el punto de partida. Debía volverme más y más concreta si quería llegar a algún resultado que me pareciera esclarecedor y lo suficientemente útil como para utilizarlo como brújula de la historia, y fue en ese momento en el que tuve qué regresarme a la pregunta más esencial de todas: ¿qué es en realidad la brujería? ¿Y qué no acaso “brujería” y “brujo” o “bruja” son en sí términos peyorativos creados por una cultura conquistadora para reducir a los infieles y sus creencias?

Después de leer decenas de libros, de años de estudio y de hablar con practicantes y estudiosos del tema, llegué a la conclusión de que la respuesta, más que inexistente, siempre sería inexacta. Y que, con el paso del tiempo, ésta llegaría a cambiar, una y otra vez.

Nuestra concepción actual de la magia y sus variantes está moldeada por la historia —y la prehistoria— de la propia magia, y todos aquellos escritos que utilizamos hoy en día como referencia en su tiempo también fueron moldeados por las interpretaciones de los autores. Los grimorios, los libros de las sombras y hasta los tratados antropológicos más importantes de nuestra época actual siempre tendrán una pizca de interpretación que nos impedirá definir una sola y exacta verdad.

Fue entonces cuando, al no tener una respuesta concreta, me tocaba a mí interpretar la verdad de la magia en esta historia. La verdad del propio Elisse a través de los mitos, las leyendas y los sistemas de nuestro mundo real. 

Creo que escribir no sólo este libro, sino esta saga en general, habría sido mucho más sencillo si simplemente me hubiese convencido a mí misma de que mis esfuerzos por hacer que todo encajara en una pieza eran innecesarios. Que a fin de cuentas, estoy escribiendo fantasía donde bien podría torcer la realidad a mi antojo y no habría ninguna necesidad de hacer alguna justificación válida en nuestra realidad.

Pero creo que esto, el vincular a los lectores con el mundo que he creado mediante un libro (un “plano medio”), y hacerles ver que quizá todo es más real de lo que creen… ese es mi propio sistema de magia.

Bienvenidos de nuevo a la Nación.»

Un orden que no me pertenece

Durante muchos años, me jacté de ser una persona obsesionada con el orden. Y gracias a eso, fui una lectora a la que le gustaba mantener su librero impecable. Cuando comencé a devorar libros de una manera más hambrienta (y a vaciar mis bolsillos de una forma todavía más ávida), mis espacios comenzaron a llenarse con ladrillos de hojas tanto prístinas como amarillentas, con cubiertas lustrosas o tapas a las que parecían haberles succionado la vida a base de moho.

Me gustaba mantener todo eso bien alineado. Ver los lomos rectos, por tamaños, por géneros, por autor y a veces, por colores. Me gustaba la armonía de la pulcritud y la facilidad, según mis propias manías mentirosas, con la que podía encontrar cualquier título con la elegancia de una bibliotecaria de época (aunque, se los aseguro, bien podría haber recordado el lugar exacto de cada uno de esos libros aunque los tuviese regados como cucarachas boca arriba por toda la casa).

Lamentablemente, mi gusto por coleccionar cosas extrañas siempre supuso un obstáculo para lograr esa imagen tan pulcra, armónica y envidiable que tanto deseaba (no, no hay manera de hacer que un cráneo de cocodrilo se vea “aesthetic” junto a un paperback de Los Juegos del Hambre, o que un diablillo de cerámica muy excitado sea la compañía apropiada para una copia en tapa dura de Parque Mansfield), por lo que, muy dentro de mí sabía que tenía qué conformarme con el ruido visual y la idea de que, sin importar cuánto acomodara por forma, tamaño y color, mi librero siempre se vería como una boca a la que, más que faltarle, le sobran dientes… o colmillos.

Pero en este último año, cuando más loca y ansiosa me he puesto, he comenzado a encontrar una inusual belleza en el contraste de las formas, del romance de época con el cráneo de un ciervo o del cigarro viejo de Barón Samedi con aquel manual antiguo de jardinería al que jamás pienso ponerle un dedo encima (no es que no lo haya intentado, pero cuando matas tres cactus seguidos, la señal de que debes dejar la herbolaria por la paz es evidente). También, encuentro cada vez más natural el simplemente acomodar un libro encima de otro cuando lo termino, sin fijarme en su forma, su tamaño o su color, y solo dejarlos maltratarse, doblarse, agrietarse, verse desorganizados o descuidados. Dejarlos verse más humanos, más míos, permitir que su exterior impecable se parezca un poco más a la masacre que suelo hacer en sus páginas al llenarlas con notas, dibujos, tinta, marcador, lápiz y cualquier otra cosa sacrílega que se me ocurra.

Poco a poco, el librero se va desorganizando. Cada vez más libros se salen de su lugar y terminan en otro. Cada vez veo menos lomos y más páginas con papeles sobresaliendo de ellas.

Se siente cómodo. Se siente cálido. Y, honestamente, me gusta mucho la ansiedad que me empieza a provocar el ver cada cosa en su lugar, porque me hace pensar que todavía no la he vuelto mía lo suficiente.

La angustia de volver a casa

Una de las preguntas más recurrentes que se me hacen en las entrevistas es: «¿Qué se siente haber logrado el éxito que tienes ahora?».

A veces me cuesta mucho pensar en la respuesta, pero siendo cien por ciento sincera, y respondiendo de una manera que probablemente nunca he dicho en las decenas de entrevistas que he tenido hasta ahora, es que siento mucha presión.

La verdad es que escribir para mí tiene un único propósito: volver a casa. Sanar. Volver a un sitio donde fui feliz, y siento que no hubo un momento de felicidad más grande para mí el día que tomé mi computadora en aquella noche de septiembre de 2015 y comencé a escribir la historia de aquel chico. Cada que pienso en los motivos que me llevaron a ese lugar, a ese momento, siento mucha nostalgia. Siento un deseo irremediable de llorar, de lanzarme al pasado y quedarme allí, en esa noche fría, sola con la madrugada y la desesperación de contar una historia como yo quería leerla.

Esa evocación de ese momento nirvánico, lleno de desesperación, de angustia, pero a la vez, motivada por la más absoluta felicidad, es a veces lo único que me gustaría sentir de nuevo.

Es una sensación que amo, y que extraño todos los días, y que la busco constantemente en la música, en las cosas que leí en aquel año de mi vida, en los sitios web que visitaba —inclusive, en el aroma de un repelente de mosquitos que usaba en el almacén de herramientas donde comencé a escribir—. Pero, sobre todo, en los libros que me hicieron encontrar mi casa en aquel momento, a los que vuelvo cada ciertos meses, buscando desesperadamente recuperar un poco de mi melancolía.

Pero también soy dolorosamente consciente de que mucho de lo que amé en aquel momento decisivo ya no existe. La escritora que yo seguía en aquel momento ya no escribe. O sí lo hace, pero muy rara vez y de temas que no me acercan ni un poco a la pasión furiosa que sentí en el momento en el que le leí por primera vez.

La playlist que armé en spotify en ese momento no la reproduzco casi nunca, con miedo a que cada que escuche sus canciones, éstas pierdan un poquito de su magia. La marca de bebidas energéticas que comencé a tomar en aquellos momentos ya no existe —pero vaya que me dejó una secuela de ansiedad que ya no se me quita ni con una intravenosa de cafeína.

Eso sí. Aún compro el repelente de vez en cuando. Es buenísimo.

Pero ahora hay muchas cosas más que siento al momento de escribir. Y no sé, pero duele porque esa nostalgia a veces ya no la encuentro. En vez de esa dolorosa desesperación por escribir, me encuentro con la presión de llenar una sala de lectores. De cumplir expectativas. De ver qué tanto se me menciona en redes sociales, cuánta gente me sigue al día, cuántas stories, twitts y demás se me dedican aún cuando soy consciente de que no tengo tiempo para leer todo y a veces estoy tan deprimida que no tengo fuerzas para siquiera dar un like.

Y estoy hasta la madre de la gente que me dice, condescendientemente, que debería ser mejor persona y no sentir nada de eso, que porque como escritora, debería ser más noble. Más agradecida.

Que se vayan al carajo. Estoy cansada de sentir que le debo nobleza, espíritu compasivo y triunfo al público cuando éste comenzó a quererme precisamente porque estoy enferma, confundida, y porque escribo porque tengo nostalgia.

O porque estoy muy, muy enojada. ¿Escribir porque me pone contentilla, porque me fascina la fantasía y los mundos maravillosos y porque y siento maripositas de felicidad frente al teclado? Can’t relate. Yo sufro cuando escribo. Lloro y me reviento de coraje.

Es atormentador. Pero también adoro ser un monstruo terrible con fugaces momentos de belleza.

Y nunca, nunca puedo volver a casa, y eso me asusta, porque la melancolía de escribir no me la da una sala llena de lectores, no me la dan las etiquetas ni las reseñas maravillosas. Sólo me la dan mis momentos más terribles de nostalgia, de sueños de una noche de otoño —perdonen, el verano había pasado hacía una semana—.

También me da miedo ser demasiado sincera. Porque a nadie le gusta escuchar a un escritor exitoso decir que nada de lo bueno que le sucede le llena, o que no siente satisfacción con las ventas altas, con los lectores que se multiplican, con las reseñas asombrosas que llegan como olas.

Sí. Dios. Es exactamente eso. ¿Qué carajos es lo que quieres? Me da miedo no ser lo bastante brillante o admirable como para que la gente encuentre consuelo en mi propia historia, y no sólo en la de los libros que voy a dejar regados por la vida, porque no sé si escogí volverme escritora o escogí vivir de la nostalgia. Escogí siempre buscar el volver a casa.

Nostalgia. Nostalgia. Nostalgia. Nostalgia. Nostalgia.

Escribir y hablar tanto de esa palabra harta, pero yo la amo, la amo con tanta desesperación que planeo vivir atrapada para siempre en ella.

Me duelen los dedos en el teclado en este momento. Literalmente. Me acabo de cortar mis —para mí— icónicas uñas, y este dolor de yemas debería reservarlo para el manuscrito que estoy escribiendo.

Hace meses que no puedo leer entero un puñetero libro, así que decidí leer «Dentro del Bosque» de Emily Gould, con la esperanza de encontrar sanación en la experiencia de otra escritora y su ensayo de 50 páginas —algo que sí podía permitirme terminar de leer, para convencerme de que también me sigue gustando leer—, y lo único con lo que me encontré fue con un ensayo triste, agujereado y mediocre, como un pollo a medio cocinar. Pero si ella pudo escribir semejante despropósito, yo puedo escribir y publicar esta entrada sin leerla dos veces y no sentirme tan culpable por las cosas feas que no se supone que alguien tan idealizado como yo deba decir.

Pero ahora que lo pienso, tal vez Gould sí me ayudó. Tanto como la absurda imprimación de Stephenie Meyer me ayuda al hacerme sentir que mis ideas no son tan ridículas después de todo.

¿Y les confieso otra cosa horrible? Escribir esto no tenía ningún maldito propósito más que publicar una entrada de blog. Adoro los blogs. Me dan pinche nostalgia, maldita sea, y siempre adoré la idea de tener un blog minimalista, precioso y lleno de entradas interesantes, pero resulta que mi blog no es otra cosa que mi bote de basura donde voy tirando todo lo que se me está pudriendo.

Y está bien. No puedo prometerles que algún día, en algún momento, seré más profunda y brillante. Pero, Dios, vaya que me siento auténtica ahora mismo.
Sigo buscando la forma de volver a casa.

Carajo. Cómo me duelen los dedos.

Yo en 2016. Sin nostalgia. En casa.