Un orden que no me pertenece

Durante muchos años, me jacté de ser una persona obsesionada con el orden. Y gracias a eso, fui una lectora a la que le gustaba mantener su librero impecable. Cuando comencé a devorar libros de una manera más hambrienta (y a vaciar mis bolsillos de una forma todavía más ávida), mis espacios comenzaron a llenarse con ladrillos de hojas tanto prístinas como amarillentas, con cubiertas lustrosas o tapas a las que parecían haberles succionado la vida a base de moho.

Me gustaba mantener todo eso bien alineado. Ver los lomos rectos, por tamaños, por géneros, por autor y a veces, por colores. Me gustaba la armonía de la pulcritud y la facilidad, según mis propias manías mentirosas, con la que podía encontrar cualquier título con la elegancia de una bibliotecaria de época (aunque, se los aseguro, bien podría haber recordado el lugar exacto de cada uno de esos libros aunque los tuviese regados como cucarachas boca arriba por toda la casa).

Lamentablemente, mi gusto por coleccionar cosas extrañas siempre supuso un obstáculo para lograr esa imagen tan pulcra, armónica y envidiable que tanto deseaba (no, no hay manera de hacer que un cráneo de cocodrilo se vea “aesthetic” junto a un paperback de Los Juegos del Hambre, o que un diablillo de cerámica muy excitado sea la compañía apropiada para una copia en tapa dura de Parque Mansfield), por lo que, muy dentro de mí sabía que tenía qué conformarme con el ruido visual y la idea de que, sin importar cuánto acomodara por forma, tamaño y color, mi librero siempre se vería como una boca a la que, más que faltarle, le sobran dientes… o colmillos.

Pero en este último año, cuando más loca y ansiosa me he puesto, he comenzado a encontrar una inusual belleza en el contraste de las formas, del romance de época con el cráneo de un ciervo o del cigarro viejo de Barón Samedi con aquel manual antiguo de jardinería al que jamás pienso ponerle un dedo encima (no es que no lo haya intentado, pero cuando matas tres cactus seguidos, la señal de que debes dejar la herbolaria por la paz es evidente). También, encuentro cada vez más natural el simplemente acomodar un libro encima de otro cuando lo termino, sin fijarme en su forma, su tamaño o su color, y solo dejarlos maltratarse, doblarse, agrietarse, verse desorganizados o descuidados. Dejarlos verse más humanos, más míos, permitir que su exterior impecable se parezca un poco más a la masacre que suelo hacer en sus páginas al llenarlas con notas, dibujos, tinta, marcador, lápiz y cualquier otra cosa sacrílega que se me ocurra.

Poco a poco, el librero se va desorganizando. Cada vez más libros se salen de su lugar y terminan en otro. Cada vez veo menos lomos y más páginas con papeles sobresaliendo de ellas.

Se siente cómodo. Se siente cálido. Y, honestamente, me gusta mucho la ansiedad que me empieza a provocar el ver cada cosa en su lugar, porque me hace pensar que todavía no la he vuelto mía lo suficiente.

La angustia de volver a casa

Una de las preguntas más recurrentes que se me hacen en las entrevistas es: «¿Qué se siente haber logrado el éxito que tienes ahora?».

A veces me cuesta mucho pensar en la respuesta, pero siendo cien por ciento sincera, y respondiendo de una manera que probablemente nunca he dicho en las decenas de entrevistas que he tenido hasta ahora, es que siento mucha presión.

La verdad es que escribir para mí tiene un único propósito: volver a casa. Sanar. Volver a un sitio donde fui feliz, y siento que no hubo un momento de felicidad más grande para mí el día que tomé mi computadora en aquella noche de septiembre de 2015 y comencé a escribir la historia de aquel chico. Cada que pienso en los motivos que me llevaron a ese lugar, a ese momento, siento mucha nostalgia. Siento un deseo irremediable de llorar, de lanzarme al pasado y quedarme allí, en esa noche fría, sola con la madrugada y la desesperación de contar una historia como yo quería leerla.

Esa evocación de ese momento nirvánico, lleno de desesperación, de angustia, pero a la vez, motivada por la más absoluta felicidad, es a veces lo único que me gustaría sentir de nuevo.

Es una sensación que amo, y que extraño todos los días, y que la busco constantemente en la música, en las cosas que leí en aquel año de mi vida, en los sitios web que visitaba —inclusive, en el aroma de un repelente de mosquitos que usaba en el almacén de herramientas donde comencé a escribir—. Pero, sobre todo, en los libros que me hicieron encontrar mi casa en aquel momento, a los que vuelvo cada ciertos meses, buscando desesperadamente recuperar un poco de mi melancolía.

Pero también soy dolorosamente consciente de que mucho de lo que amé en aquel momento decisivo ya no existe. La escritora que yo seguía en aquel momento ya no escribe. O sí lo hace, pero muy rara vez y de temas que no me acercan ni un poco a la pasión furiosa que sentí en el momento en el que le leí por primera vez.

La playlist que armé en spotify en ese momento no la reproduzco casi nunca, con miedo a que cada que escuche sus canciones, éstas pierdan un poquito de su magia. La marca de bebidas energéticas que comencé a tomar en aquellos momentos ya no existe —pero vaya que me dejó una secuela de ansiedad que ya no se me quita ni con una intravenosa de cafeína.

Eso sí. Aún compro el repelente de vez en cuando. Es buenísimo.

Pero ahora hay muchas cosas más que siento al momento de escribir. Y no sé, pero duele porque esa nostalgia a veces ya no la encuentro. En vez de esa dolorosa desesperación por escribir, me encuentro con la presión de llenar una sala de lectores. De cumplir expectativas. De ver qué tanto se me menciona en redes sociales, cuánta gente me sigue al día, cuántas stories, twitts y demás se me dedican aún cuando soy consciente de que no tengo tiempo para leer todo y a veces estoy tan deprimida que no tengo fuerzas para siquiera dar un like.

Y estoy hasta la madre de la gente que me dice, condescendientemente, que debería ser mejor persona y no sentir nada de eso, que porque como escritora, debería ser más noble. Más agradecida.

Que se vayan al carajo. Estoy cansada de sentir que le debo nobleza, espíritu compasivo y triunfo al público cuando éste comenzó a quererme precisamente porque estoy enferma, confundida, y porque escribo porque tengo nostalgia.

O porque estoy muy, muy enojada. ¿Escribir porque me pone contentilla, porque me fascina la fantasía y los mundos maravillosos y porque y siento maripositas de felicidad frente al teclado? Can’t relate. Yo sufro cuando escribo. Lloro y me reviento de coraje.

Es atormentador. Pero también adoro ser un monstruo terrible con fugaces momentos de belleza.

Y nunca, nunca puedo volver a casa, y eso me asusta, porque la melancolía de escribir no me la da una sala llena de lectores, no me la dan las etiquetas ni las reseñas maravillosas. Sólo me la dan mis momentos más terribles de nostalgia, de sueños de una noche de otoño —perdonen, el verano había pasado hacía una semana—.

También me da miedo ser demasiado sincera. Porque a nadie le gusta escuchar a un escritor exitoso decir que nada de lo bueno que le sucede le llena, o que no siente satisfacción con las ventas altas, con los lectores que se multiplican, con las reseñas asombrosas que llegan como olas.

Sí. Dios. Es exactamente eso. ¿Qué carajos es lo que quieres? Me da miedo no ser lo bastante brillante o admirable como para que la gente encuentre consuelo en mi propia historia, y no sólo en la de los libros que voy a dejar regados por la vida, porque no sé si escogí volverme escritora o escogí vivir de la nostalgia. Escogí siempre buscar el volver a casa.

Nostalgia. Nostalgia. Nostalgia. Nostalgia. Nostalgia.

Escribir y hablar tanto de esa palabra harta, pero yo la amo, la amo con tanta desesperación que planeo vivir atrapada para siempre en ella.

Me duelen los dedos en el teclado en este momento. Literalmente. Me acabo de cortar mis —para mí— icónicas uñas, y este dolor de yemas debería reservarlo para el manuscrito que estoy escribiendo.

Hace meses que no puedo leer entero un puñetero libro, así que decidí leer «Dentro del Bosque» de Emily Gould, con la esperanza de encontrar sanación en la experiencia de otra escritora y su ensayo de 50 páginas —algo que sí podía permitirme terminar de leer, para convencerme de que también me sigue gustando leer—, y lo único con lo que me encontré fue con un ensayo triste, agujereado y mediocre, como un pollo a medio cocinar. Pero si ella pudo escribir semejante despropósito, yo puedo escribir y publicar esta entrada sin leerla dos veces y no sentirme tan culpable por las cosas feas que no se supone que alguien tan idealizado como yo deba decir.

Pero ahora que lo pienso, tal vez Gould sí me ayudó. Tanto como la absurda imprimación de Stephenie Meyer me ayuda al hacerme sentir que mis ideas no son tan ridículas después de todo.

¿Y les confieso otra cosa horrible? Escribir esto no tenía ningún maldito propósito más que publicar una entrada de blog. Adoro los blogs. Me dan pinche nostalgia, maldita sea, y siempre adoré la idea de tener un blog minimalista, precioso y lleno de entradas interesantes, pero resulta que mi blog no es otra cosa que mi bote de basura donde voy tirando todo lo que se me está pudriendo.

Y está bien. No puedo prometerles que algún día, en algún momento, seré más profunda y brillante. Pero, Dios, vaya que me siento auténtica ahora mismo.
Sigo buscando la forma de volver a casa.

Carajo. Cómo me duelen los dedos.

Yo en 2016. Sin nostalgia. En casa.

Marzo, 2021

Esta mañana, hice este pequeño post en Goodreads a modo de review para el tercer libro de La Nación de las Bestias, con la intención de que fuese un update más bien casual (y claro, una excusa para quitar mi auto-rating por cuestiones de ansiedad). Pero a medida que iba formando este corto post, me fui dando cuenta de que era algo que necesitaba compartir abiertamente con todos mis lectores, en todos los canales posibles.

También, porque es lo último que voy a hablar relacionado con el aspecto de salud mental. Al menos, en lo que concierne a lo negativo de mi experiencia. Sólo… quiero ser sincera, y breve, con todos y hablar un poco de lo que me está pasando, no con el libro, sino conmigo al momento de escribirlo, y lo que voy a contar aquí es puramente personal, y lo único que pretendo, simplemente, es por fin expresar lo que desesperadamente necesito decir.

Cuando escribí el Señor del Sabbath hace unos años, una de las cosas más difíciles para mí de tragar eran las veces en las que algunas personas llamaban a Elisse estúpido y egoísta, un niñato tonto y desesperante. Pero no porque el lector estuviese equivocado en llamarlo así ni porque no tuviese su derecho de percibir al personaje de esa manera, sino porque ese Elisse de ese libro, de ese Señor del Sabbath… era mucho de lo que yo fui al momento de escribirlo.

Una persona deprimida. Una persona sin identidad, sin dirección, sin madurez. Y, sobre todo, una persona terriblemente sola, dispuesta a aferrarse con dientes y uñas a cualquier pizca de afecto que pudiesen darle y convertirla en su salvación. Y me dolió mucho darme cuenta de ello. Me dolió darme cuenta de que lo que le sucedía a ese chico no era tan ajeno a mí como creía.

Actualmente, estoy atravesando por un proceso… muy difícil. Escribir una historia tan importante como La Nación de las Bestias 3 estando sumida en la depresión, en la ansiedad y en días en los que soy incapaz de levantarme de la cama, en donde la vida poco a poco ha perdido su color, es sin duda el reto más grande que he tenido en mi vida, mucho más desafiante que lo que alguna vez fue Leyenda de Fuego y Plomo en su momento, historia que me hizo ver mi suerte negra no porque no estuviese mentalmente estable, sino porque era una historia complicadísima en sí.

Y ahora que estoy escribiendo este tercer libro, soy consciente de que estoy dejando mucho de ese dolor aquí, de que varias heridas que veremos provienen de lo que estoy viviendo actualmente. Es un momento donde no percibo el límite entre el sueño y la realidad, un momento sin luz y en donde hay más melancolía, arrepentimiento y falta de vida que nunca. Éste… va a ser un libro gris. Muy gris.

Y por eso, perdónenme, de verdad. No puedo prometerles un libro emocionante, lleno de adrenalina, giros descabellados y una trama trepidante como lo fue Leyenda de Fuego y Plomo, porque simplemente, ahora, en el momento en que escribo cada capítulo, cada frase, estoy triste. Estoy destrozada y me cuesta mucho juntar mis pedazos. Y la barra que ha dejado mi anterior libro es tan alta, que no me falta el temor de pensar que tal vez no voy a lograrlo de nuevo.

Aún así, a pesar de todo, necesito desesperadamente contar esta historia. Y necesito contarla ahora, con todo y los riesgos que eso implica.

Gracias por todo su cariño. Gracias por ser mi Nación y por estar a mi lado. Aún con la incertidumbre de qué clase de libro voy a entregarles, tengan siempre la promesa de que estoy haciendo mi mejor esfuerzo. De que sin importar cómo y en qué estado, estoy siendo la mejor escritora que puedo ser en este momento.

No merecen menos de mí. Gracias.