Cuando no eres escritora de verdad.

Hace unos años, cuando apenas iba a autopublicar el Señor del Sabbath, hicieron un homenaje en la Universidad Autónoma de mi estado para varias mujeres sobresalientes en las artes y la cultura de la ciudad. Como sabrán, y como buena padecedora del síndrome del impostor, me pareció muy extraño ser una de esas mujeres, pero sí. Se nos convocó en uno de los auditorios de la universidad y se hizo una mesa redonda en donde todas nosotras hablamos de nuestra trayectoria y de lo que significaba nuestro trabajo en nuestra vida diaria.

Recuerdo muy bien que yo dije al publico que hacer arte, para mí, solía ser muy doloroso. Que reflejar un poco de lo que tenía por dentro en esas obras se llevaba mucho de mis emociones, y que a veces sufría bastante al elaborar mis cuadros y quedaba hecha pedazos. Cuando terminé y fue el turno de otra pintora de hablar, fue obvio que lo que yo dije le pareció ridículo. Dijo que el arte no tenía por qué doler, que al contrario, que a ella le relajaba mucho y que le servía para ser feliz.

En ese momento sentí mucha vergüenza, y me pregunté si yo estaba haciendo entonces las cosas mal. Si no era entonces una artista de verdad.

Hoy me puse a buscar tuits viejos y me topé con los que hice cuando empezaba a escribir #LNDB. Me puse a pensar que en aquel tiempo, cuando quise contar la historia de Elisse, no tenía otro propósito que hacer una historia para lidiar con mi salud mental. Y desde entonces, nada de lo que ha pasado estaba en mis planes, ni publicar con editoriales, ni nada, y mi yo controlador y mi síndrome del impostor (quienes parecen haberse hecho muy buenos amigos con el paso de los años), suelen preguntarme si esto de volverme escritora y publicar una saga de libros no es más que el resultado de tener muy bien engañados a todos, y que debí dejar esa historia simplemente allí, como una terapia y guardado en un archivo de word en la memoria de mi computadora.

Que no debí publicarlo y que tal vez mi vida habría sido más sencilla, que habría llorado menos y habría dudado menos de mi valor creativo si simplemente no hubiese decidido dar la historia a conocer.

Y pues, sí. Aún me cuesta creer que mi trabajo es tan válido como el de cualquier otro escritor, y que no complacer a los que se quejan de mi forma de escribir y de la manera en la que cuento mis historias es signo de que no estoy mejorando. De que no soy buena en realidad, porque una vez más, me encuentro en ese panel diciéndole al público que, al igual que al hacer mis obras, sufro mucho al momento de escribir. Y que me cuesta mucho. Me cuesta muchísimo.

Todos los días soy bombardeada en las redes sociales de que escribir es maravilloso, y que si no lo haces siendo feliz e inspirada, y que si escribir no se vuelve tu nido de salvación y paz, es que lo estás haciendo mal y que mejor hagas otra cosa. Que no escribes de verdad y que no mereces a tus lectores.

Me encantaría saber cómo le hacen todos esos escritores a quienes les es tan sencillo simplemente encogerse de hombros y dejar pasar los comentarios buenos y malos. A mi me cuesta muchísimo trabajo, desde niña tengo una necesidad malsana por complacer a las personas y ganarme su simpatía (estragos de una niñez repleta de abuso escolar, supongo…).

Y súbitamente, vuelvo a aquello que sentí mientras estaba en esa mesa, con esa pintora a quien mis ideas le parecían ridículas. Llega el momento en el que me pregunto si no habrá forma de dar marcha atrás y volver a meter esa historia en mi ordenador y que todo se quede así, en esas noches en soledad frente a mi teclado o esas tardes encerrada en el almacén de herramientas robándome pedazos de tiempo para terminar cada capítulo.

Mucha gente me dice que no debería de ser tan honesta al momento de hablar de cómo me siento en las redes, que eso podría dar pie a que me consideren débil, de que me tengan lástima o que malinterpreten lo que digo, pero algo que sí he aprendido con los años, es que hablarlo me hace bien, y que me cuesta bastante no ser sincera con mis lectores sobre mi proceso.

Para mí, escribir es muy difícil. Ser escritora es muy difícil, y muchas veces me pregunto si realmente hice lo correcto al dedicarme a esto, y tristemente no puedo terminar esta entrada (que se supone, iba a ser un hilo chiquito de twitter) con una enseñanza feliz diciendo que todo vale la pena cuando terminas la historia porque, repito, escribir me frustra. Me frustra mucho, me frustra mucho no hacer feliz a todo mundo y me frustra mucho no hacer las cosas a la perfección, tanto, que escribir cada párrafo me da un miedo irracional.

Pero creo que no hacerlo me duele todavía más, y por alguna razón, no puedo hacer que deje de doler, que deje de costarme tanto trabajo y, a pesar de todo, siempre termino lo que hago. Y me siento tan, tan culpable porque según lo que dice todo mundo, no debería de sentir eso. No debería sentirme tan mal.

Y me parece tan injusto, porque no puedo evitarlo.

Nunca voy a saber escribir.

Vaya, siempre es curioso volver a publicar algo en este blog. Hace meses que no ponía una entrada por aquí y mucho menos una que no se tratara de una publicación corta sobre algún evento venidero, pero no es que no quiera o no tenga nada qué contarles (se los juro, tengo en la papelera otras once entradas que nunca llegué a completar y que se quedarán allí hasta que decida que es mejor quitarlas y ya está), pero el 2019 fue un año particularmente agitado para mí, en el que toda mi energía se fue tanto en terminar Leyenda de Fuego y Plomo como no volverme loca con el rush de las ferias de libro y presentaciones que tuve, cosa que, por supuesto, no logré (lo de conservar todos mis tornillos, porque el libro sí que lo terminé).

En fin. Yo no sé qué es lo que me pasa que siempre que siento muchísima nostalgia (mi sentimiento favorito, junto con el miedo), me vuelco a este blog a escribirles un poco, tal cual solía hacer cuando comencé este espacio y me aventuré por primera vez en esto de ser escritora. Este año también me ha costado muchísimo ordenar las ideas en mi cabeza y siento que ha sido en gran parte gracias a que pasé casi dos años siendo incapaz de escribir algo que no tuviese que ir dentro de un libro.

Pero algo ha cambiado, una vez más. Ahora que decidí volver a poner manos a la obra y dedicarme con más intensidad a escribir el siguiente volumen de la Nación de las Bestias, justo cuando estoy en este estado de concentración y compromiso en el que no suelto el teclado hasta acabar mis mil palabras diarias, es cuando siento que necesito, más que nunca, hablar de cosas que no sean sólo de mis libros. Hablar de escribir, de mis procesos, de lo que leo y de arte, muy a pesar de éste último es uno de los grandes succionadores de energía que he tenido en los últimos años, ya que desde el 2018 no he hecho otra cosa que trabajos bajo comisión para otras personas, no tanto para mi recreación personal.

Ojo, no me estoy quejando de tener trabajo, para nada, jejeje, pero sí hecho de menos tener un tiempecito por allí para hacer alguna qué otra obra solo para mí, con el simple fin de dejar desbordar mi imaginación, pero entre escribir y pagar las cuentas, no me queda mucho de dónde escoger.

Pero dejando un poco de lado todo eso, de lo que vengo a hablares es de cómo está siendo mi proceso ahora que estoy escribiendo el tercer libro de mi saga, pero, para eso, hay que ponerlos un poquito en retrospectiva.

El Señor del Sabbath, como casi todos por aquí lo sabrán, fue mi primera novela, y escribirla fue un rush absurdo de adrenalina, un libro escrito totalmente por instinto (modo brújula, le dicen), en el que las ideas y las palabras brotaron de mis dedos con una naturalidad que, a estas alturas, me resulta insólita. El primer borrador lo acabé en apenas tres meses, y no recuerdo haber sentido en mi vida una descarga de emociones tan grande como la que tuve en aquel momento. Siento que mi enojo hacia la literatura estandarizada y normativa de aquella época ayudó mucho en esa revolución, o tal vez fue el hecho de que, después de estar sumergida en una profunda depresión desde el 2014, por fin mi vida ya no se reducía a sobrellevarla como me fuese posible, sino a terminar la siguiente frase, el siguiente párrafo, el siguiente capítulo…

Total. No sabía lo que hacía, ni cómo lo hacía, pero de alguna forma, no sólo terminé un libro, sino que, tan literal como se lee, salvé mi propia vida en el proceso.

El segundo libro fue una historia distinta, una que, creo, no he contado en su totalidad hasta ahora. Una vez terminado el Señor del Sabbath, ya puesto a la venta y moviéndose bastante bien, comencé a escribir otra vez por instinto, algo que probablemente mantuve por los primeros veinte capítulos de Leyenda de Fuego y Plomo. Otra vez, las palabras fluían con una naturalidad desbordante y, en algo así como dos meses, terminé la primera parte del libro.

Luego, las cosas empezaron a ponerse difíciles. Las ideas ya no brotaban como margaritas, las ideas ya no podían encajar con coherencia, las acciones y los personajes de pronto se volvieron de cartón. A medio camino, me di cuenta de que algo terrible me había sucedido: la complejidad del universo de LNDB y de la propia historia me habían sobrepasado.

Sí. Mi propio libro era demasiado complicado como para que yo pudiese escribirlo.

Y no lo quise aceptar. Por meses, no quise creer que no era capaz de acabar la historia y, a trompicones, logré hacer un borrador inicial de 159,000 palabras. Un borrador que le pasé, o al menos, las dos primeras partes, a dos beta readers en quienes hasta la fecha sigo confiando ciegamente. Y el resultado fue bastante devastador: su veredicto fue que toda la primera parte de la historia y sus personajes, los que para mí eran los cimientos del libro entero, eran un completo desastre, mal ejecutado, mal logrado, y sin sentido.

Como buena escritora novata, ese día me quise tirar de un puente. Me había acostumbrado al extraordinario recibimiento que había tenido el Señor del Sabbath con la crítica que el saber que no había logrado hacer una historia a su altura me desmoronó por completo. Me tiré un año entero de mi vida intentando arreglar esa primera parte de la historia, ese desastre que se convirtió en un grillete que me llevé a todas partes y que me persiguió de una manera tan horrible que se asemeja bastante a lo que Elisse experimenta en el propio libro.

Fue entonces cuando pasé de escribir en brújula a mapear. A trazar cientos de escenas, escenarios y trasfondos que torcí y estudié hasta que todo tuvo sentido. Y, de pronto, tras decenas de reescrituras (que no es broma ni exageración, tengo allí todas las versiones de este libro guardadas, diametralmente distintas las unas de las otras), tras tres largos años de intentar arreglar una historia que creí que nunca terminaría de verdad, en enero de 2020 le puse punto final al manuscrito definitivo de Leyenda de Fuego y Plomo, en aquel entonces, Leyenda de Hueso y Plomo.

Y el resultado fue totalmente inesperado. Absolutamente todos mis editores, betas (incluidos aquellos dos a quienes me habían abierto los ojos al inicio, y a quienes nunca dejaré de agradecer por su honestidad) y mis lectores con copias adelantadas me dijeron lo mismo: que el segundo libro había sobrepasado, por mucho, al primero. Que era mucho, mucho mejor.

Opinión tras opinión, me quedé totalmente perpleja, porque no podía creer que ese monstruo de cuatro cabezas que me había hecho llorar y querer tirar la toalla y no volver a escribir nunca, había superado la historia que me hizo comenzar con todo y que hice con tanta naturalidad. Era insólito para mí y a pesar de que la publicación del libro se ha retrasado cuatro meses gracias a la pandemia, por primera vez me siento, no tanto confiada, sino aliviada, de que la historia llegue por fin a los lectores.

Y después de la estampida que fue Leyenda de Fuego y Plomo, por unos segundos creí que por fin lo había logrado. Que después de pasar por dos procesos tan diferentes y por tantas subidas y bajadas en mi autoestima escritoril, por fin ya iba a saber cómo carajos sentarme a empezar con una historia. Y la verdad es que, a mediados de Julio, cuando por fin me dije que ya había tomado suficientes vacaciones post-traumáticas y era momento de continuar, me di cuenta de que, otra vez, NO SABÍA HACER ABSOLUTAMENTE NADA.

Una vez más, me siento completamente aterrada de escribir y de la forma en la que estoy construyendo este libro. Me he debatido incansablemente entre la rutina, que me está ayudando a avanzar en la escritura de la historia, y entre el no saber si realmente estoy disfrutando el escribir de una forma tan mecánica y formal, con un horario tan marcado como lo son las 4:30 de la mañana (porque sí, a esa maldita hora me levanto a escribir). Cada madrugada en la que me siento a escribir no dejo de preguntarme si le estoy haciendo justicia, no a la historia, sino a la forma en la que estoy viviéndola, aún cuando sé que la experiencia con cada libro que escribo siempre resulta abismalmente diferente.

LNDB3 es, y siempre lo he dicho, el libro al que he soñado llegar desde que comencé La Nación de las Bestias, y ahora que estoy allí, no sé qué hacer con tantas posibilidades. Con tantos años de soñar con escribir esas escenas, con elaborar esos diálogos. Me siento perdida otra vez y aterrada de la posibilidad de que no estoy sintiendo absolutamente nada escribiendo.

Esa es mi peor pesadilla. Y tal vez, la de cualquier escritor.

He pensando en releer el Señor del Sabbath para meterme más en la historia, agarrar el hilo desde el principio y nutrirme de esa nostalgia que tanto me inspira, pero la verdad es que soy una cobarde, y vivo con el miedo de querer corregir todo lo que vea mal —ahora— en el libro, y que después me odie a mí misma por ello. Y aunque a veces me consuelan unas palabras que me dijo una vez una colega escritora, que fueron que no deberíamos arrepentirnos por lo que escribimos en el pasado ni temer lo que escribimos en el presente, porque siempre seremos el mejor escritor que podemos ser en ese momento (o algo así, y yo lo torcí a lo dramático, jajaja), sigo estando bastante asustada de qué me depara este nuevo proceso.

Yo creo que tendré que ser valiente y arrojarme a esa piscina en algún momento de agosto. Reencontrarme con ese Elisse, pequeño y asustado, pero dispuesto a todo con tal de no volver a sentirse solo.

Después de tanto tiempo de intentarlo y de buscar miles de fórmulas en internet, en mi experiencia, en los consejos de mis colegas escritores, caigo en cuenta de que sólo hay una única verdad en todo esto: nunca voy a saber escribir.

Nunca voy a saber cómo carajo sentarme a empezar una página en blanco, en cómo llenarla de palabras sin sentir que lo estoy estropeando, que no lo estoy haciendo bien, que no he entendido nada. Pero lo que sí sé, es que con cada canción que uso para escribir, con cada taza de café y cada vuelta de tuerca que se me ocurre a medida que voy escribiendo cosas no planeadas (algo que me recrimina mucho mi lado mapa, pero que hacen que todo tenga esa pequeña chispa emocionante de brújula) tengo la esperanza de que el tiempo de vida que comparta con este libro me traiga la suficiente nostalgia como para decir que amé cada proceso de ello. Porque sí, a pesar de todo lo que sufrí con LFYP, amo ese libro. Y amo los tres años que pasé volcando mi vida en él, y eso es algo que intento recordar lo más a menudo posible.

Por fin estoy aquí. Por fin estoy frente a esta historia, a esta trama, sin tener una maldita idea de cómo hacerla, pero yo sé, muy en el fondo, que una vez más voy a encontrar una manera de llegar hasta el final.